SANDRO. |
La noticia sacudió la modorra del primer lunes del año, que con la zozobra de lo que de alguna manera ya se esperaba, de golpe se desperezó de la futilidad de los comentarios veraniegos. La triste novedad se difundía en la noche y con ella se desvanecían también las ilusiones de miles de fans que, apenas enterados, se congregaron en la puerta de la casa de ídolo, en Banfield, convertida desde hacía varios años en meca de peregrinaciones más esperanzadas. Era ahí donde cada 19 de agosto las leales llegaban desde distintos lugares para desearle feliz cumpleaños y recibir el saludo del varón querido, como una devolución invalorable. “Mis nenas”, las llamaba Sandro, con un estilo que tal vez hoy sería discutido.
Es que Sandro fue el ídolo en una época de estereotipos masculinos protectores, en la que virilidad y sensualidad podían ser sinónimos. Morocho de labios carnosos y pecho peludo, surgió en años en los que, disparándose en distintas direcciones, el rock fundaba otra idea de lo nuevo, a partir de formas de energía ligadas a la juventud como territorio para coquetear con el pecado. Entre la rebeldía a lo señalado por los cánones sociales y la obediencia a lo que dicta el corazón, la gesta de Sandro atraviesa épocas en las que todavía los ídolos, para serlo, transitaban tanto el disco como el cine. Su recorrido podría resumirse en la domesticación del erotismo a través de la balada romántica.
De aquella carrera quedan números impresionantes: 52 álbumes originales que vendieron más de 20 millones de copias, 11 discos de oro (en tiempos en que cada uno de esos premios significaba ventas reales de más de un millón de discos), 13 películas, el record de convocatoria con 40 Gran Rex llenos en la temporada 98/99 (ver aparte). Del hombre queda el recuerdo de alguien que supo volver de la fama para descansar en la dimensión humana de la cotidianeidad de su casa diseñada por él mismo, donde podía dibujar, estudiar música, ordenar sus recetas de cocina, grabar discos que regalaba a sus amigos. De esa casa, donde vivía con su esposa, salía para ofrecer sus conciertos. O para ir al médico.
Roberto Sánchez, así se llamaba, nació en 1945 en una familia de laburantes. Pasó su infancia en Valentín Alsina, un poco estudiando y otro poco imitando a Elvis Presley, hasta que tuvo que suspender todo para salir a trabajar de varias cosas, antes de encontrar la posibilidad de dedicarse a la música. Aprendió a tocar la guitarra con Enrique Irigoytía, el amigo con quien formó enseguida su primer dúo. Por entonces, allá por 1960, Roberto comenzó a ser Sandro. Algunos aseguran que el nombre artístico es una derivación de Sandor, nombre húngaro, homenaje del artista a su abuelo paterno, que era gitano. Con Los Caniches de Oklahoma --así llamó su primera banda-- Sandro grabó "Comiendo rosquitas calientes en el Puente Alsina”, un single que no le interesó a nadie. Acaso la época comenzaba a reclamar ardores de sus artistas y aparecieron Los de Fuego, donde Sandro fue guitarrista y segunda voz, hasta que el cantante principal, Héctor Centurión, que también tocaba el bajo, dejó de cantar. Al poco tiempo se presentaban como “Sandro y Los de Fuego”. En 1963 grabó un simple para CBS, sin Los de Fuego, con versiones en castellano de Paul Anka y Elvis. Tampoco pasó nada.
Los que sí prestaron atención a Sandro fueron los fundamentalistas católicos, que indignados por las insinuaciones sexuales de su estilo, impulsaron su exclusión de la televisión. Pipo Mancera, hombre exitoso en los medios y por ende influyente, logró que la censura se levantase y que el artista caminara. Con su proverbial buen ojo, Mancera lo presentó en su Sábados circulares: “Señoras y señores, con ustedes… Alguien que en quince días será un éxito”. Sandro siempre recordaría con cariño y agradecimiento el gesto del conductor en aquel bautismo artístico en un programa exitosísimo en el que también instaló, sin ensayo previo, otro de sus atributos diferenciales: su desfachatado movimiento de pelvis, que terminó siendo su marca de estilo.
En octubre de 1967, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, Sandro ganó el Primer Festival Buenos Aires de la Canción. Apenas un voto separó a su “Quiero llenarme de ti”, de “Canción para una esperanza”, que defendía Daniel Toro. La canción, compuesta por el mismo Sandro junto a Oscar Anderle, autor con el que formaría una dupla creativa eficiente, además de rendir un Obelisco de Plata y 300 mil pesos, desembocó en la película con el mismo nombre, la primera de una serie que completaría la dimensión del músico.
Pocos meses después, en febrero del año siguiente, Sandro fue invitado a ser parte del Festival Internacional de Viña del Mar. Así comenzó la aventura de su proyección continental, que tuvo su consagración en abril de 1970, cuando sus presentaciones en el Madison Square Garden de Nueva York fueron transmitidas a todo el continente. Fue la primera vez que la actuación de un cantante se transmitía vía satélite.
Más sentimental que sensual y ya más integrado que apocalíptico, en 1972 Sandro cantó en el Luna Park, en lo que fue poco menos que una despedida del público argentino. Ungido como “Sandro de América”, su carrera, los discos y el cine, lo llevaron por todo el continente. Recién en 1978 volvió a cantar en Buenos Aires, en el teatro Ópera. Uno de esos conciertos fue transmitido en directo de Canal 13 y se puedo ver en todo el país. A principios de los '80 protagonizó Subí que te llevo, y poco después fue figura de una telenovela en Puerto Rico. Hacia finales de esa década el ídolo comenzó a descansar sobre su imagen y reciclarse de distintas maneras. Era la antesala de su última etapa. Por entonces celebró los 25 años de la grabación de su primer disco, publicó un “grandes éxitos” y llenó tres recitales en el Luna Park, como haría en los históricos ciclos de shows en el Teatro Gran Rex, ya en los ’90, donde con puesta en escena y actores invitados, batió records de actuaciones.
Por esa época, el ídolo inter generacional atravesó otros compartimentos y participó en Tango 4, un disco de Charly García y Pedro Aznar. Ahí hizo "Rompan todo", de Billy Bond. Algunos años después, el rock le rindió tributo con un disco en el que Divididos, Los Fabulosos Cadillacs, Bersuit Vergarabat y Ataque 77, recrearon temas como "Tengo", "Dame el fuego de tu amor" o "Una muchacha y una guitarra".
El rock lo había reconocido y como en sus películas, el final traía la sensación de que todo volvía a su lugar.
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